martes, 27 de marzo de 2012

A 68 años de aquel domingo ...


El siguiente ensayo, obedece a extracciones de las memorias del señor Edgardo Enríquez Frödden, Rector de la Universidad de Concepción, entre 1968 y 1972. Su hijo menor es quién corresponde ser homenajeado hoy 27 de Marzo, quien cumpliría 68 años de edad.

“Que la razón, la inteligencia guíen nuestros pasos y que la belleza adorne nuestras obras”

Edgardo Enríquez Frödden, discurso de despedida de su rectoría en Sesión extraordinaria del Consejo Superior Universitario de la Universidad de Concepción Acta Número 44 de 29  de Diciembre de 1972.

Miguel, un aborto sugerido por las “amistades”.

En 1943 a Raquel (Espinoza) mi señora, contagiada por la tos convulsiva, se le produjeron contracciones uterinas que amenazaron con producir un aborto. Ella estaba embarazada de nuestro hijo Miguel. Logramos retener el niño, para felicidad nuestra. No faltaron personas que al saber que Raquel estaba en cama tratando de salvar su tercer niño, nos preguntaron por qué no dejábamos que se produjera el aborto y así Raquel descansaba de tener  familia tan seguida (Marco Antonio en 1939, Edgardo en 1941). Rechazamos indignados el bien intencionado consejo de esos amigos.

Miguel, asistido por su padre médico, quién tuvo que atender dos embarazos en día Domingo.

Llegó Marzo de 1944. El 27 de ese mes, a eso del medio día, Raquel empezó con dolores de parto. Yo estaba de guardia en el Hospital Naval, que como ya he dicho, quedaba frente de mi casa número 120 en la Base Naval de Talcahuano. De inmediato llamé al médico que había atendido su embarazo y no había llegado a tiempo para el parto de nuestro segundo hijo Edgardo. En el hospital Naval no había cama en el Pensionado, porqué llegó también de parto la señora del  Comandante Naval Pino. Se avisó a la matrona y al médico de esa señora. Como suele ocurrir, no llegó nadie y tuve que atender los dos partos en forma sucesiva. Corría de una enfermera a otra; atravesé muchísimas veces esa calle hasta que, finalmente, los dos casos se resolvieron favorablemente. El nuestro fue un hombrecito, Miguel Humberto. El del comandante Pino, una mujercita, Fue un día Domingo y eso explica que no se encontrará nadie de los que debieron haber atendido a esas dos madres…

 

Miguel, casi cura de Parroquia.

Cuando Miguel era un niño de seis años, recibimos en la casa un librito de boletos de una rifa organizado por la Parroquia Universitaria. Las instrucciones de la carta que venía con los boletos decían que me rogaban venderlos y devolver los restantes antes de una fecha dada y acompañar el dinero reunido, producto de la venta. Los premios eran una radio, una bicicleta, unos libros, etc. Esa vez se me pasaron los días y no vendí ninguno de los 15 boletos. Me llaman de la parroquia para pedirme que en atención a que se había cumplido el plazo, tenía que enviar el dinero a la brevedad. Como era amigo de los organizadores, no quise devolver el talonario completo sin vender y pedí al que me hablaba que enviara a alguien a buscar el cheque correspondiente.

Miguel, que estaba a mi lado, me preguntó: ¿y de qué boletos se trata? De una rifa de una Parroquia, hijo, y por no haberme preocupado a tiempo, he tenido que comprar los quince boletos del talonario completo.

¿Quince boletos?, padre. Así que puedes ganar.

Oye, padre, me preguntó alarmado ¿y qué vamos a hacer si  nos ganamos la Parroquia?

El creía que lo que se sorteaba era la Parroquia misma y temía, tal vez, que uno de ellos (los tres hermanos hombres) tendría que hacerse cura…



Miguel, nace el Luchador.

Era apenas un niño, no había cumplido aún diez años de vida, cuando ya orientó su vida hacia los problemas del pueblo, darle ese bienestar físico, social y espiritual…

Una fría mañana a comienzos de Octubre, poco antes de irse a la escuela vino corriendo hacía mi. Padre, me dijo, con gran agitación, ahí, al frente, en esos sitios desocupados hay varios niños durmiendo, pasaron allí toda la noche…

¿Por qué, padre? ¿Es que no tienen casa?

Al contestarle que seguramente era así, se le llenaron de lágrimas sus ojos.
“¿cómo voy a poder dormir en mi cama si, a pocos metros hay niños durmiendo en la calle?

Desde ese día, en efecto, ya no pudo vivir como los demás niños. Esa mañana de Octubre, nacía Miguel Enríquez Espinoza, el Luchador.

Jugaba, reía, hacía bromas, pero principalmente leía, preguntaba, trataba de informarse, de comprender lo que no sabía.




Miguel en el Liceo.

En 1961, mi tercer hijo, Miguel, terminó sus estudios de Educación Media y debió rendir Bachillerato. Había obtenido excelentes calificaciones. En cuarto año de humanidades, segundo medio, tuvo un serio problema con el Rector del Liceo de Hombres de Concepción, los hechos ocurrieron así.

Un día, llegó al Liceo un funcionario de la Dirección de Educación a leer un mensaje a todos los alumnos. Se programó para la última hora de clases de la tarde, que no sería nada, sino reemplazada por la charla de ese alto funcionario. El local sería el Salón de Actos, en el que no cabían todos los alumnos. Unos debían quedar sentados y otros muchos, de pie. Como ocurre siempre, mientras esperaban al conferencista, los muchachos empezaron a darse de empujones, a disputarse los asientos, darse suaves palmadas en la cabeza, rizas, etc. , etc. Otros, trataban de fugarse al Parque que queda al frente o irse a sus casas. Para evitar esto último, el Rector, muy molesto por que no lograban sus inspectores  restablecer el silencio y el orden, hizo cerrar la puerta del establecimiento. Miguel fue al Salón de Actos y, al comprobar que estaba repleto y que tendría que quedar de pie, decidió ir al baño mientras aparecía el funcionario que iba a hablarles. Al regresar de los urinarios, vio que la puerta central del edificio estaba abierta ahora, en circunstancias que minutos antes, la había visto cerrada. Se acercó al Rector que era su profesor y con el cual, por tanto, tenía alguna confianza y le preguntó:¿por qué está abierta la puerta?; es que, debido a que no cabemos todos, ¿usted ha autorizado que algunos nos vayamos a nuestras casas?

¿Se quiere ir?, le pregunto el Rector. Pues váyase. Esto ocurrió a la vista de todos; Miguel salió por la puerta principal, bajo las miradas del Rector y del Inspector General, acompañado de varios de sus condiscípulos.

Al día siguiente el Inspector del curso no lo dejó entrar a la sala de clases. Lo expulsó el propio Rector, por cuatro días, por que no asistió a la charla de ayer en la tarde, le dijo secamente. Los compañeros que se habían ido con él, en cambio, se encontraban dentro de la sala. Comprobando esto, Miguel le preguntó ¿soy el único expulsado? Sí usted es el único.

Indignado y sorprendido, Miguel se fue a Rectoría a hablar con el Rector. Se negó a recibirlo. Insistió. Fue Inútil.

Al llegar esa tarde a casa, Edgardo me contó lo que le ocurría a Miguel. Lo llamé y le pedí que me contara lo sucedido. Lo hizo sin temor alguno, pues como ellos mismos decían, yo me enojaba y los regañaba por cosas menos graves, por tonterías pero cuando se trataba de problemas serios, me mantenía muy sereno y podían contar con que procedería y decidiría sin alterarme. Lo que más me duele, agregó Miguel al término de su relato, fue que el propio Rector, que es mi profesor, al que estimo y respeto, me haya armado una trampa; no lo comprendo. El  Inspector  me dijo que el Rector estaba furioso cuando yo le había preguntado si me podía ir, y por eso había tomado una medida tan grave sólo conmigo. La verdad es que yo no me di cuenta de que él estaba enojado; lo conozco sólo desde hace poco (está recién llegado), y no puedo leer sus emociones en su cara y en su tono. El castigo de cuatro días de expulsión no me importa, tengo buenas calificaciones y no me perjudica mayormente. Lo que me duele es la traición, la trampa que me hizo mi propio Rector, a sabiendas, con premeditación.

Cálmate; mañana vamos juntos al Liceo a hablar con el Rector.

Así lo hicimos. El secretario me anunció. Regreso unos momentos después; el Rector no puede atenderlo, vuelva mañana. Perdóneme, replique al secretario; estamos en horas de audiencias a los padres de los alumnos, no hay nadie en esta sala de espera. Si el Rector está ocupado, lo esperaré unos momentos, pero tendrá que recibirme. Esperaría unos treinta minutos. El secretario entraba y salía de la oficina. En una de esas salidas, volví a dirigirle la palabra. Recuerde al Rector que lo estoy esperando. Regresó; no puede recibirlo hoy día. Adviértale que de aquí me voy a la Dirección Provincial de Educación, a la Intendencia de la Provincia y haré una reclamación escrita al Ministro de Educación por está conducta incalificable del Rector del Liceo de Concepción. Si es necesario voy a Santiago a denunciarlo personalmente al Ministerio y llegaré hasta el Presidente de la República. A mí me atiende y me escucha. De mí no se burla nadie. Hablé en voz muy alta y como siempre he tenido un fuerte vozarrón, el Rector no pudo dejar de oírme. Minutos después, apareció el Rector en persona; pase me dijo. Su Hijo queda afuera, nos espera en esta sala.

Cálmese, señor. Si se viene por la expulsión de su hijo, debo decirle que no pienso anularla.

Estoy calmado, tranquilícese usted, señor Rector. No vengo a pedirle que anule su orden de expulsión a mi hijo Miguel, si no a pedirle que lo reciba y escuche. El está extrañado y sentido con usted; sostiene que usted le tendió una trampa; que lo autorizó para irse y que después lo ha castigado porque usó de su autorización. Es eso lo que le duele; el tenía de usted una excelente opinión y ahora se siente defraudado de usted y de todo el profesorado. Yo soy profesor desde hace muchos años, sé lo importante que es no defraudar, no engañar, no traicionar a los alumnos que, se miran en sus profesores; que los creen hombres de bien, ejemplos que seguir. Sólo deseo que lo reciba y lo escuche, no que modifique sus decisiones. De otro modo, ¿Cómo voy a poder convencerlo de que los profesores son hombres razonables cuyos consejos deben seguir?

Meditó uno momentos. Que pase, pero él solo.

Pasaron unos veinte minutos. Adentro se escuchaban voces. Al principio, fuertes, airadas; después, más calmadas; más adelante risas.

Finalmente se abrió la puerta y aparecieron los dos, sonriendo, muy cordiales. Señor, me dijo el Rector, por favor, pase usted. Secretario, por favor, lleve a este joven a su sala de clases. Yo hablaré después con el Inspector y el profesor Jefe. Antes que nada, permítame felicitarlo por su muchachito. Que mente tan clara, que bien razona, como sabe presentar las cosas. Lo felicito. ¿Qué edad tiene?

Déjeme sacar la cuenta; catorce años recién cumplidos.

Catorce años… Es brillante, que inteligencia tan clara. Me explicó sus puntos de vista, y me convenció de que yo había obrado en forma ligera, pasional, no con la serenidad de un Rector  que, por añadidura, era profesor de él desde alrededor de un mes. Me pidió que no le levantara la expulsión, que lo único que quería era ser oído, pues él, en ningún momento había intentado faltarme el respeto; que una conferencia mas o una menos de un funcionario, no le importaba ni aburría, que ya estaba acostumbrado a sufrirlas desde que era muy niño. Vaya tranquilo, señor; le agradezco que haya venido; he levantado el castigo que, lo acepto claramente, era injusto de mi parte. Como me probó su hijo, había obrado sobre enrabiado y que él me comprendía y no me culpaba, porque todos los que están enrabiados no piensan bien. Se rió y movió la cabeza…


 
Miguel, en su primer año de Universidad, el niño – Hombre.

A los 16 años de edad, siendo ya alumno de primer año de medicina, tuvo una larga discusión con el segundo Rector de la Universidad de Concepción ante todo el alumnado, el Honorable Consejo Universitario y una buena cantidad de sus profesores. El Rector, molesto por algunas protestas de los estudiantes por ciertas exigencias exageradas de los directores de Institutos, los había reunido en asamblea general para llamarles la atención. En un momento de apasionamiento, les dijo que eran unos mediocres, que aspiraban a obtener un título universitario solo para lograr seguridad económica, escalar situación social y asegurarse, en su medianía, la eficiente y oportuna protección de sus respectivos Colegios Profesionales para cada uno de sus errores. Contestó el Presidente de la Federación de Estudiantes, alumno de quinto año de Leyes; humildemente solicitó de las autoridades universitarias que los perdonaran  en atención a su juventud e inexperiencia.

Entonces pidió la palabra Miguel. Con voz serena, pero entera y potente ante la estupefacción general expresó:

”No le acepto sus palabras, Señor Rector, las considero insultantes. Ud. Nos ha tratado de mediocres, que sólo buscamos un título para lograr ventajas y privilegios. Le exijo que retire sus expresiones”
Algo sorprendido, pero seguro de sí mismo, sonriente y burlón, le preguntó el Rector, Señor David Stitchkin: ¿y qué es usted, entonces? Risas generales. 

Sin perder la calma, replicó Miguel: no soy mediocre. Lo he demostrado al egresar de sexto año de humanidades y aprobar mi bachillerato.  Formo parte, pues, de ese 1% de cada generación escolar que alcanza en Chile tal situación. Además, señor Rector, una comisión especial de profesores de su universidad, después de estudiar mis antecedentes y de interrogarme por cerca de una hora, me seleccionó en uno de los primeros lugares entre cerca de mil postulantes para primer año de Medicina. Represento, así, a una fracción de ese 1% de cada generación que aludía hace unos momentos. No soy, pues, un mediocre, y tampoco he venido aquí en busca de un título que me sirva para escalar posiciones o privilegios. Quiero ser médico para servir a mis semejantes, no para aprovecharme de ellos. No puede usted como Rector de una Universidad, tener ese concepto de sus alumnos, y lo desafío, señor, para que vayamos junto ante el Presidente del Colegio de Abogados, su Colegio, a que repita allá, en su presencia, sus conceptos despectivos para los profesionales en general, y para el papel, que según usted, estarían cumpliendo los Colegios como defensores incondicionales de los errores, que, debido a su mediocridad e ignorancia, estarían cometiendo sus colegiados”.

Silencio absoluto en la asamblea.

El Rector, ya sin sonrisas, perdida la serenidad, le respondió en forma irónica e hiriente.

“Señor, replicó entonces Miguel, esta usando conmigo una vieja táctica: quiere ofenderme para que, enojado, le falte yo al respeto. No lo voy a seguir, señor; no voy a cometer el error de caer en la trampa. Lo único que le he pedido es que retiré sus palabras ofensivas que hieren mis ideales de estudiante de una profesión digna”. Y se sentó.

Fuera de sí, quiso el Rector que se pusiera de pie y siguiera discutiendo. 

“No señor, le dijo Miguel calmadamente. Me niego a seguir esta discusión con Ud.; no ha sido usted leal en sus procedimientos con un alumno que sólo ha protestado por sus expresiones desmedidas e insultantes. Me niego”. Y continuó sentado. Tensión inmensa en el ambiente. Nadie hacía un solo movimiento o ruido.

Volvió a hablar el Rector. Con mucho cuidado, escogiendo las palabras, reconoció que no había sabido expresar con claridad sus ideas; puede, dijo, que se las pueda tomar como insultantes; nunca fue esa mi intención. No podría yo, rector de una Universidad, continuar moralmente sirviendo el cargo si creyera que los alumnos que estamos formando son mediocres, ambiciosos e interesados. Tampoco he querido menospreciar la labor de los Colegios Profesionales. Se relajó el ambiente.

La reunión terminó con una solución armónica para el problema planteado entre los alumnos y los Directores de los Institutos. A la salida, un Consejero de la Universidad de esos que nunca faltan, propuso al grupo de Autoridades Universitarias, que se disponía ya a tomar sus automóviles, expulsar a Miguel en la próxima reunión del Consejo por su actitud irrespetuosa.

¡Cuidado¡ le dijo el Rector, a ese joven, mejor dicho, a ese niño ( Miguel sólo tenía 16 años… ), no me lo toca nadie. Yo fui el culpable. Menosprecié al auditorio. Siendo seguramente el menor de los presentes, fue el único que reaccionó como todo un hombre. Me llamó la atención en la forma que me merecía por mi ligereza inexplicable. Nadie le toca un pelo...




“¿Cuál es nuestro deber ahora y en el futuro?
Devolver a Chile y los chilenos su democracia y su libertad.
Hacer que nuestras universidades y la educación en general, vuelvan a ser lo que eran en el pasado.
Reconstruiremos nuestras instituciones democráticas, así como hemos reconstruido nuestras ciudades después de los grandes terremotos que las han devastado. Y las hemos reconstruido mejores y más hermosas.
Muchas gracias. “

Edgardo Enríquez Frödden, discurso dado en el foro abierto de la universidad de Concepción el Jueves 12 de Enero de 1989, después de retornar, tras 15 años de exilio en calidad de apatriado.