El siguiente ensayo, obedece a extracciones de las memorias del señor Edgardo Enríquez Frödden, Rector de la Universidad de Concepción, entre 1968 y 1972. Su hijo menor es quién corresponde ser homenajeado hoy 27 de Marzo, quien cumpliría 68 años de edad.
“Que la razón, la inteligencia
guíen nuestros pasos y que la belleza adorne nuestras obras”
Edgardo Enríquez Frödden,
discurso de despedida de su rectoría en Sesión extraordinaria del Consejo
Superior Universitario de la
Universidad de Concepción Acta Número 44 de 29 de Diciembre de 1972.
Miguel, un aborto sugerido por las “amistades”.
En 1943 a Raquel (Espinoza) mi
señora, contagiada por la tos convulsiva, se le produjeron contracciones
uterinas que amenazaron con producir un aborto. Ella estaba embarazada de
nuestro hijo Miguel. Logramos retener el niño, para felicidad nuestra. No
faltaron personas que al saber que Raquel estaba en cama tratando de salvar su
tercer niño, nos preguntaron por qué no dejábamos que se produjera el aborto y
así Raquel descansaba de tener familia
tan seguida (Marco Antonio en 1939, Edgardo en 1941). Rechazamos indignados el
bien intencionado consejo de esos amigos.
Miguel, asistido por su padre médico, quién tuvo que atender dos
embarazos en día Domingo.
Llegó Marzo de 1944. El 27 de ese
mes, a eso del medio día, Raquel empezó con dolores de parto. Yo estaba de
guardia en el Hospital Naval, que como ya he dicho, quedaba frente de mi casa
número 120 en la Base Naval
de Talcahuano. De inmediato llamé al médico que había atendido su embarazo y no
había llegado a tiempo para el parto de nuestro segundo hijo Edgardo. En el
hospital Naval no había cama en el Pensionado, porqué llegó también de parto la
señora del Comandante Naval Pino. Se
avisó a la matrona y al médico de esa señora. Como suele ocurrir, no llegó
nadie y tuve que atender los dos partos en forma sucesiva. Corría de una
enfermera a otra; atravesé muchísimas veces esa calle hasta que, finalmente,
los dos casos se resolvieron favorablemente. El nuestro fue un hombrecito, Miguel
Humberto. El del comandante Pino, una mujercita, Fue un día Domingo y eso
explica que no se encontrará nadie de los que debieron haber atendido a esas
dos madres…
Miguel, casi cura de Parroquia.
Cuando Miguel era un niño de seis
años, recibimos en la casa un librito de boletos de una rifa organizado por la Parroquia Universitaria.
Las instrucciones de la carta que venía con los boletos decían que me rogaban
venderlos y devolver los restantes antes de una fecha dada y acompañar el
dinero reunido, producto de la venta. Los premios eran una radio, una
bicicleta, unos libros, etc. Esa vez se me pasaron los días y no vendí ninguno
de los 15 boletos. Me llaman de la parroquia para pedirme que en atención a que
se había cumplido el plazo, tenía que enviar el dinero a la brevedad. Como era
amigo de los organizadores, no quise devolver el talonario completo sin vender
y pedí al que me hablaba que enviara a alguien a buscar el cheque
correspondiente.
Miguel, que estaba a mi lado, me
preguntó: ¿y de qué boletos se trata? De una rifa de una Parroquia, hijo, y por no haberme preocupado a tiempo,
he tenido que comprar los quince boletos del talonario completo.
¿Quince boletos?, padre. Así que
puedes ganar.
Oye, padre, me preguntó alarmado
¿y qué vamos a hacer si nos ganamos la Parroquia?
El creía que lo que se sorteaba
era la Parroquia
misma y temía, tal vez, que uno de ellos (los tres hermanos hombres) tendría
que hacerse cura…
Miguel, nace el Luchador.
Era apenas un niño, no había
cumplido aún diez años de vida, cuando ya orientó su vida hacia los problemas
del pueblo, darle ese bienestar físico, social y espiritual…
Una fría mañana a comienzos de
Octubre, poco antes de irse a la escuela vino corriendo hacía mi. Padre, me
dijo, con gran agitación, ahí, al frente, en esos sitios desocupados hay varios
niños durmiendo, pasaron allí toda la noche…
¿Por qué, padre? ¿Es que no
tienen casa?
Al contestarle que seguramente
era así, se le llenaron de lágrimas sus ojos.
“¿cómo voy a poder dormir en mi
cama si, a pocos metros hay niños durmiendo en la calle?
Desde ese día, en efecto, ya no
pudo vivir como los demás niños. Esa mañana de Octubre, nacía Miguel Enríquez Espinoza, el Luchador.
Jugaba, reía, hacía bromas, pero
principalmente leía, preguntaba, trataba de informarse, de comprender lo que no
sabía.
Miguel en el Liceo.
En 1961, mi tercer hijo,
Miguel, terminó sus estudios de Educación Media y debió rendir Bachillerato.
Había obtenido excelentes calificaciones. En cuarto año de humanidades, segundo
medio, tuvo un serio problema con el Rector del Liceo de Hombres de Concepción,
los hechos ocurrieron así.
Un día, llegó al Liceo un
funcionario de la Dirección
de Educación a leer un mensaje a todos los alumnos. Se programó para la última
hora de clases de la tarde, que no sería nada, sino reemplazada por la charla
de ese alto funcionario. El local sería el Salón de Actos, en el que no cabían
todos los alumnos. Unos debían quedar sentados y otros muchos, de pie. Como
ocurre siempre, mientras esperaban al conferencista, los muchachos empezaron a
darse de empujones, a disputarse los asientos, darse suaves palmadas en la
cabeza, rizas, etc. , etc. Otros, trataban de fugarse al Parque que queda al
frente o irse a sus casas. Para evitar esto último, el Rector, muy molesto por
que no lograban sus inspectores
restablecer el silencio y el orden, hizo cerrar la puerta del
establecimiento. Miguel fue al Salón de Actos y, al comprobar que estaba
repleto y que tendría que quedar de pie, decidió ir al baño mientras aparecía
el funcionario que iba a hablarles. Al regresar de los urinarios, vio que la
puerta central del edificio estaba abierta ahora, en circunstancias que minutos
antes, la había visto cerrada. Se acercó al Rector que era su profesor y con el
cual, por tanto, tenía alguna confianza y le preguntó:¿por qué está abierta la
puerta?; es que, debido a que no cabemos todos, ¿usted ha autorizado que
algunos nos vayamos a nuestras casas?
¿Se quiere ir?, le pregunto el
Rector. Pues váyase. Esto ocurrió a la vista de todos; Miguel salió por la
puerta principal, bajo las miradas del Rector y del Inspector General,
acompañado de varios de sus condiscípulos.
Al día siguiente el Inspector del
curso no lo dejó entrar a la sala de clases. Lo expulsó el propio Rector, por
cuatro días, por que no asistió a la charla de ayer en la tarde, le dijo
secamente. Los compañeros que se habían ido con él, en cambio, se encontraban
dentro de la sala. Comprobando esto, Miguel le preguntó ¿soy el único
expulsado? Sí usted es el único.
Indignado y sorprendido, Miguel
se fue a Rectoría a hablar con el Rector. Se negó a recibirlo. Insistió. Fue
Inútil.
Al llegar esa tarde a casa,
Edgardo me contó lo que le ocurría a Miguel. Lo llamé y le pedí que me contara
lo sucedido. Lo hizo sin temor alguno, pues como ellos mismos decían, yo me
enojaba y los regañaba por cosas menos graves, por tonterías pero cuando se
trataba de problemas serios, me mantenía muy sereno y podían contar con que
procedería y decidiría sin alterarme. Lo que más me duele, agregó Miguel al
término de su relato, fue que el propio Rector, que es mi profesor, al que
estimo y respeto, me haya armado una trampa; no lo comprendo. El Inspector
me dijo que el Rector estaba furioso cuando yo le había preguntado si me
podía ir, y por eso había tomado una medida tan grave sólo conmigo. La verdad
es que yo no me di cuenta de que él estaba enojado; lo conozco sólo desde hace
poco (está recién llegado), y no puedo leer sus emociones en su cara y en su
tono. El castigo de cuatro días de expulsión no me importa, tengo buenas
calificaciones y no me perjudica mayormente. Lo que me duele es la traición, la
trampa que me hizo mi propio Rector, a sabiendas, con premeditación.
Cálmate; mañana vamos juntos al
Liceo a hablar con el Rector.
Así lo hicimos. El secretario me
anunció. Regreso unos momentos después; el Rector no puede atenderlo, vuelva
mañana. Perdóneme, replique al secretario; estamos en horas de audiencias a los
padres de los alumnos, no hay nadie en esta sala de espera. Si el Rector está
ocupado, lo esperaré unos momentos, pero tendrá que recibirme. Esperaría unos
treinta minutos. El secretario entraba y salía de la oficina. En una de esas
salidas, volví a dirigirle la palabra. Recuerde al Rector que lo estoy
esperando. Regresó; no puede recibirlo hoy día. Adviértale que de aquí me voy a
la Dirección
Provincial de Educación, a la Intendencia de la Provincia y haré una
reclamación escrita al Ministro de Educación por está conducta incalificable
del Rector del Liceo de Concepción. Si es necesario voy a Santiago a denunciarlo
personalmente al Ministerio y llegaré hasta el Presidente de la República. A mí me
atiende y me escucha. De mí no se burla nadie. Hablé en voz muy alta y como
siempre he tenido un fuerte vozarrón, el Rector no pudo dejar de oírme. Minutos
después, apareció el Rector en persona; pase me dijo. Su Hijo queda afuera, nos
espera en esta sala.
Cálmese, señor. Si se viene por
la expulsión de su hijo, debo decirle que no pienso anularla.
Estoy calmado, tranquilícese
usted, señor Rector. No vengo a pedirle que anule su orden de expulsión a mi
hijo Miguel, si no a pedirle que lo reciba y escuche. El está extrañado y
sentido con usted; sostiene que usted le tendió una trampa; que lo autorizó
para irse y que después lo ha castigado porque usó de su autorización. Es eso
lo que le duele; el tenía de usted una excelente opinión y ahora se siente
defraudado de usted y de todo el profesorado. Yo soy profesor desde hace muchos
años, sé lo importante que es no defraudar, no engañar, no traicionar a los
alumnos que, se miran en sus profesores; que los creen hombres de bien,
ejemplos que seguir. Sólo deseo que lo reciba y lo escuche, no que modifique
sus decisiones. De otro modo, ¿Cómo voy a poder convencerlo de que los
profesores son hombres razonables cuyos consejos deben seguir?
Meditó uno momentos. Que pase,
pero él solo.
Pasaron unos veinte minutos.
Adentro se escuchaban voces. Al principio, fuertes, airadas; después, más
calmadas; más adelante risas.
Finalmente se abrió la puerta y
aparecieron los dos, sonriendo, muy cordiales. Señor, me dijo el Rector, por
favor, pase usted. Secretario, por favor, lleve a este joven a su sala de
clases. Yo hablaré después con el Inspector y el profesor Jefe. Antes que nada,
permítame felicitarlo por su muchachito. Que mente tan clara, que bien razona,
como sabe presentar las cosas. Lo felicito. ¿Qué edad tiene?
Déjeme sacar la cuenta; catorce
años recién cumplidos.
Catorce años… Es brillante, que
inteligencia tan clara. Me explicó sus puntos de vista, y me convenció de que yo
había obrado en forma ligera, pasional, no con la serenidad de un Rector que, por añadidura, era profesor de él desde
alrededor de un mes. Me pidió que no le levantara la expulsión, que lo único
que quería era ser oído, pues él, en ningún momento había intentado faltarme el
respeto; que una conferencia mas o una menos de un funcionario, no le importaba
ni aburría, que ya estaba acostumbrado a sufrirlas desde que era muy niño. Vaya
tranquilo, señor; le agradezco que haya venido; he levantado el castigo que, lo
acepto claramente, era injusto de mi parte. Como me probó su hijo, había obrado
sobre enrabiado y que él me comprendía y no me culpaba, porque todos los que
están enrabiados no piensan bien. Se rió y movió la cabeza…
Miguel, en su primer año de Universidad, el niño – Hombre.
A los 16 años de edad, siendo ya
alumno de primer año de medicina, tuvo una larga discusión con el segundo
Rector de la Universidad
de Concepción ante todo el alumnado, el Honorable Consejo Universitario y una
buena cantidad de sus profesores. El Rector, molesto por algunas protestas de
los estudiantes por ciertas exigencias exageradas de los directores de
Institutos, los había reunido en asamblea general para llamarles la atención.
En un momento de apasionamiento, les dijo que eran unos mediocres, que
aspiraban a obtener un título universitario solo para lograr seguridad
económica, escalar situación social y asegurarse, en su medianía, la eficiente
y oportuna protección de sus respectivos Colegios Profesionales para cada uno
de sus errores. Contestó el Presidente de la Federación de
Estudiantes, alumno de quinto año de Leyes; humildemente solicitó de las
autoridades universitarias que los perdonaran
en atención a su juventud e inexperiencia.
Entonces pidió la palabra Miguel. Con voz
serena, pero entera y potente ante la estupefacción general expresó:
”No le acepto sus palabras, Señor
Rector, las considero insultantes. Ud. Nos ha tratado de mediocres, que sólo
buscamos un título para lograr ventajas y privilegios. Le exijo que retire sus
expresiones”
Algo sorprendido, pero seguro de
sí mismo, sonriente y burlón, le preguntó el Rector, Señor David Stitchkin: ¿y
qué es usted, entonces? Risas generales.
Sin perder la calma, replicó
Miguel: no soy mediocre. Lo he demostrado al egresar de sexto año de
humanidades y aprobar mi bachillerato.
Formo parte, pues, de ese 1% de cada generación escolar que alcanza en
Chile tal situación. Además, señor Rector, una comisión especial de profesores
de su universidad, después de estudiar mis antecedentes y de interrogarme por
cerca de una hora, me seleccionó en uno de los primeros lugares entre cerca de
mil postulantes para primer año de Medicina. Represento, así, a una fracción de
ese 1% de cada generación que aludía hace unos momentos. No soy, pues, un
mediocre, y tampoco he venido aquí en busca de un título que me sirva para
escalar posiciones o privilegios. Quiero ser médico para servir a mis semejantes, no para aprovecharme de ellos. No
puede usted como Rector de una Universidad, tener ese concepto de sus alumnos,
y lo desafío, señor, para que vayamos junto ante el Presidente del Colegio de
Abogados, su Colegio, a que repita allá, en su presencia, sus conceptos
despectivos para los profesionales en general, y para el papel, que según
usted, estarían cumpliendo los Colegios como defensores incondicionales de los
errores, que, debido a su mediocridad e ignorancia, estarían cometiendo sus
colegiados”.
Silencio absoluto en la asamblea.
El Rector, ya sin sonrisas,
perdida la serenidad, le respondió en forma irónica e hiriente.
“Señor, replicó entonces Miguel,
esta usando conmigo una vieja táctica: quiere ofenderme para que, enojado, le
falte yo al respeto. No lo voy a seguir, señor; no voy a cometer el error de
caer en la trampa. Lo único que le he pedido es que retiré sus palabras
ofensivas que hieren mis ideales de estudiante de una profesión digna”. Y se
sentó.
Fuera de sí, quiso el Rector que
se pusiera de pie y siguiera discutiendo.
“No señor, le dijo Miguel
calmadamente. Me niego a seguir esta discusión con Ud.; no ha sido usted leal
en sus procedimientos con un alumno que sólo ha protestado por sus expresiones
desmedidas e insultantes. Me niego”. Y continuó sentado. Tensión inmensa en el
ambiente. Nadie hacía un solo movimiento o ruido.
Volvió a hablar el Rector. Con
mucho cuidado, escogiendo las palabras, reconoció que no había sabido expresar
con claridad sus ideas; puede, dijo, que se las pueda tomar como insultantes;
nunca fue esa mi intención. No podría yo, rector de una Universidad, continuar
moralmente sirviendo el cargo si creyera que los alumnos que estamos formando
son mediocres, ambiciosos e interesados. Tampoco he querido menospreciar la
labor de los Colegios Profesionales. Se relajó el ambiente.
La reunión terminó con una
solución armónica para el problema planteado entre los alumnos y los Directores
de los Institutos. A la salida, un Consejero de la Universidad de esos
que nunca faltan, propuso al grupo de Autoridades Universitarias, que se
disponía ya a tomar sus automóviles, expulsar a Miguel en la próxima reunión
del Consejo por su actitud irrespetuosa.
¡Cuidado¡ le dijo el Rector, a
ese joven, mejor dicho, a ese niño ( Miguel sólo tenía 16 años… ), no me lo
toca nadie. Yo fui el culpable. Menosprecié al auditorio. Siendo seguramente el
menor de los presentes, fue el único que
reaccionó como todo un hombre. Me llamó la atención en la forma que me
merecía por mi ligereza inexplicable. Nadie le toca un pelo...
“¿Cuál es nuestro deber ahora y
en el futuro?
Devolver a Chile y los chilenos
su democracia y su libertad.
Hacer que nuestras universidades
y la educación en general, vuelvan a ser lo que eran en el pasado.
Reconstruiremos nuestras
instituciones democráticas, así como hemos reconstruido nuestras ciudades
después de los grandes terremotos que las han devastado. Y las hemos
reconstruido mejores y más hermosas.
Muchas gracias. “
Edgardo Enríquez Frödden,
discurso dado en el foro abierto de la universidad de Concepción el Jueves 12
de Enero de 1989, después de retornar, tras 15 años de exilio en calidad de
apatriado.
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